El explorador


Pues… érase una vez un gato. Tenía un hermoso pelo blanco de gato, y patitas de gato con sus almohadillas y con sus buenas uñas afiladas, como escondidas en los dedos.
Pero lo más bonito eran sus ojos, a veces azulones, a veces grises, casi siempre verdes. Cambiaban con la luz del sol, así que Diego (ah, sí, no os lo he dicho, era su dueño, o eso creía él) así que Diego no se asomaba a la ventana para mirar el tiempo. Cuando los ojos de su gato le parecían grises… había que coger el paraguas, porque fuera, seguro, seguro, la calle estaba gris también y el sol dormía todavía cubierto por las nubes.
El gato se llamaba Ulises. Es un nombre muy raro que le puso Diego, creo que por un personaje de una de sus historias preferidas.
A Ulises le gustaba el balcón de la sala. Se tumbaba allí a menudo hecho un ovillo de pelito blanco, con los ojos cerrados, como cantando un suave ronroneo.

Pues… érase una vez un gato. Tenía un hermoso pelo blanco de gato, y patitas de gato con sus almohadillas y con sus buenas uñas afiladas, como escondidas en los dedos.
Pero lo más bonito eran sus ojos, a veces azulones, a veces grises, casi siempre verdes. Cambiaban con la luz del sol, así que Diego (ah, sí, no os lo he dicho, era su dueño, o eso creía él) así que Diego no se asomaba a la ventana para mirar el tiempo. Cuando los ojos de su gato le parecían grises… había que coger el paraguas, porque fuera, seguro, seguro, la calle estaba gris también y el sol dormía todavía cubierto por las nubes.
El gato se llamaba Ulises. Es un nombre muy raro que le puso Diego, creo que por un personaje de una de sus historias preferidas.
A Ulises le gustaba el balcón de la sala. Se tumbaba allí a menudo hecho un ovillo de pelito blanco, con los ojos cerrados, como cantando un suave ronroneo.

El balcón era alto. Diego puso una malla, no se fuera a escurrir su gatito por entre los barrotes. Claro que, tenía barandilla, y a ella la barandilla le parecía el borde de un mundo de aventuras.
Un día se subió de un salto, caminó un poquito y, ¡zas!, de otro brinco se encontró en el balcón de la casa de al lado. Era un gato muy gato.
Menos mal que Diego oyó enseguida los maullidos, que sonaban realmente asustados. Corriendo, llamó a la puerta del vecino, y entre los dos lo recogieron debajo de los tiestos; o de lo que quedaba de los tiestos, que había roto por completo.
— Bueno, vecino, te debo por lo menos tres macetas y una de mis tartas de queso —iba diciendo Diego mientras volvían a su casa.
— Nada de macetas, ¡pero la tarta no te la perdono!
El descansillo se llenó de las risas de los dos, mientras Ulises, como descuidado, se limpiaba la tierra del bigote y las patas.
Pues… érase una vez un gato. Tenía un hermoso pelo blanco de gato, y patitas de gato con sus almohadillas y con sus buenas uñas afiladas, como escondidas en los dedos.
Pero lo más bonito eran sus ojos, a veces azulones, a veces grises, casi siempre verdes. Cambiaban con la luz del sol, así que Diego (ah, sí, no os lo he dicho, era su dueño, o eso creía él) así que Diego no se asomaba a la ventana para mirar el tiempo. Cuando los ojos de su gato le parecían grises… había que coger el paraguas, porque fuera, seguro, seguro, la calle estaba gris también y el sol dormía todavía cubierto por las nubes.
El gato se llamaba Ulises. Es un nombre muy raro que le puso Diego, creo que por un personaje de una de sus historias preferidas.
A Ulises le gustaba el balcón de la sala. Se tumbaba allí a menudo hecho un ovillo de pelito blanco, con los ojos cerrados, como cantando un suave ronroneo.